Todos tenemos una
determinada idea de nosotros mismos, tal vez apenas esbozada, confusa, pero al
final nos vemos llevados a una determinada idea de nosotros mismos, y a menudo
hacemos coincidir esa idea con un determinado personaje imaginario en el que
nos reconocemos. Por ejemplo el de alguien que quiere regresar a casa pero ya
no sabe encontrar el camino. O el de otro que ve las cosas siempre un instante
antes que los demás. Cosas así. Es todo lo que logramos intuir de nosotros. No
es algo idiota, simplemente impreciso. Pero no somos personajes, somos
historias. Nos quedamos parados en la idea de ser un personaje empeñado en
quién sabe qué aventura, pero lo que tendríamos que entender es que nosotros
somos toda la historia, no sólo ese personaje. Somos el bosque por donde
camina, el malo que lo incordia, el barullo que hay alrededor, toda la gente
que pasa, el color de las cosas, los ruidos. Todos somos una página de un
libro, pero de un libro que nadie ha escrito nunca y que en vano buscamos en
las estanterías de nuestra mente. Para escribirlo solo hay que mirarse. Durante
mucho tiempo. Hasta ver en nosotros la historia que somos.
Alessandro Baricco, Mr. Gwyn
Estas últimas
semanas en Buenos Aires son todo un desafío para mi agenda. Los trámites
se reproducen solos y la precisión temporal que marca mi reloj es un enemigo
constante. Tengo que ser al mismo tiempo todos los personales que he ido
construyendo en mi vida y tengo que desempeñarlos con alta eficacia: madre,
profesional, ama de casa, esposa y amiga (y gestora de trámites!). Cerrar una
casa, dejar un trabajo, cambiar el colegio y las terapias de Isabel,
despedirnos (despedirnos…) de todos sus terapeutas, médicos y profesoras, de sus amiguitos y afectos, de los nuestros, hacer las últimas revisiones médicas, los últimos planes con mis amigas... Y cuidar de Isabel,
ser la mamá que ella necesita. ¡Prohibido el stress!
Inevitable pensar en otras mamás como yo, pensar cómo se organizan en su día a día, cómo compaginan la vida mundana con la procesión interna. Cada vez que tengo una reunión de trabajo, una charla con alguien en la que parezco ser una mujer centrada en la discusión, con ideas, con coherencia, que se despide con una sonrisa, me pregunto si la otra persona podría llegar a imaginarse el abismo que albergo. En esos momentos no puedo dejar de pensar en otras mamás. ¿Cómo hacen ellas?
La Asociación
Nacional de Tay Sachs (NTSAD) fue el primer contacto que tuve con otras
familias afectadas. Escribí un mensaje destinado a no ser enviado en el que
decía que mi hija había sido diagnosticada hacía unas semanas y que desde
entonces había dejado de entender el mundo. Algo así. Obviamente que lo escribí
como una especie de desahogo mientras curioseaba por la web, por el simple
gusto de descargar mi ira sobre las teclas. Y obviamente que nunca iba a enviar
ese mensaje a un destinatario abstracto (y americano, perdón pero pensaba
entonces, somos muy distintos!). Así que no me explico cómo mi pulgar se desplazó hasta el botón
de enviar mientras yo ponía cara de desentenderme y miraba de reojo. Total, nunca
me contestarían, fin del desliz.
Al día siguiente
encontré una respuesta. La directora del “Servicio a Familias” me contestaba
con una sospechosa calidez que me hizo sentir vértigo. ¿Quién es esta que
escoge las palabras de forma tan precisa que me dan ganas de volver a
contestarle? Y sí, le contesté. Me ofreció ayuda, guía, su
teléfono y hasta me pidió una foto de Isabel y detalles sobre nuestras vidas. Y
me invitó a ser parte de un foro privado de Facebook donde sólo hay papás y
mamás de niños afectados por Tay Sachs y otros demonios similares: Sandhoff,
Canavan, GM1, Fabry, Gaucher, Niemann Pick, Pompe, leucodistrofias. Nuestro
infierno particular. Me negué en rotundo, no creo que por falta de aceptación,
sino más bien porque me resultaba demasiado yanqui eso de estar en un foro
virtual hablando de las penas e intimidades de mi hija. Patético e innecesario.
Semanas después de
eso los especialistas de Cambridge me aconsejaron tomar contacto con otras
familias, incluso me dieron un nombre. Misma reacción, misma ignorancia. Seguí
adelante sola. No, no estoy sola, me he dicho siempre, tengo médicos y
especialistas para el cuidado de Isabel a nuestro alrededor. Tengo a mis padres
que se desdoblan y nos alcanzan y viven esto por partida doble, como abuelos y
como padres, que están incesantemente pendientes. Tengo a mis hermanas, mis
tesoros particulares, mis apoyos incondicionales. Tengo a mis amigas, atentas,
despistadas, preocupadas, ocupadas, fieles, desentendidas, pero las tengo, por
ahí andan. Tengo ayudas, compañeros, afectos que te sorprenden y te
decepcionan, que aparecen y desaparecen, pero que no me permiten afirmar que
estoy sola. Y sin embargo la soledad te caza en algún momento. Se ceba con esta
rareza, hace estragos en esta dimensión particular. La soledad de esta enfermedad absurda,
odiosa, incomprensible, el día a día que nadie imagina. Esa isla desierta a la
que Martín y yo nos imaginamos que nos lanzará este destino si nos descuidamos.
Poco después me
tropecé en la web con un artículo de Emily Rapp. Emily Rapp es además de una mujer genial, una escritora
estadounidense. Su hijo Ronan fue diagnosticado de Tay Sachs a los 9 meses de
edad. No sé porqué le escribí. O sí sé: encontré en su artículo mis pensamientos. Cuando me contestó me encontré
con una mujer que tenía las palabras exactas para referirse a las cosas y a los
sentimientos y que me insistía en que la llamara por teléfono para hablar,
fuese la hora que fuese, because
we moms must be in touch. No la llamé, preferí continuar con los mensajes,
pero acepté la siguiente invitación de la NTSAD para entrar en la comunidad virtual.
Nunca me ha gustado
Facebook. Mucho menos la idea de un grupo de padres hablando de los
padecimientos de sus hijos. La simple posibilidad de mezclar ambas cosas me
pareció bizarra, de un modernismo absurdo y terriblemente ajena a mí. Mi única
condición al entrar fue no ser presentada. Y así estuve durante meses,
agazapada en mi pantalla, leyendo la vida de otros en una tierra donde
está permitido manifestar tu dolor, tu ira, tu impotencia y tus miedos de forma
abrupta y desvergonzada. Al principio lloraba con las historias que leía y el
tiempo entre mis visitas era dilatado, podían pasar semanas, me aterraba la
idea de entrar y volver a encontrarme esas desgracias ajenas. Pero poco a poco
empecé a leer entre líneas, a recalcular mis coordenadas, a reconocer que nada
me era tan ajeno. Empecé a ver sabiduría donde antes solo veía corazones rotos.
Empezaron a servirme los consejos que unos padres se daban a otros. Y un día me
animé a presentarme. Me sentí obligada a esbozar una especie de explicación por
mi escepticismo en ese foro y mi necesidad de soledad observadora. La respuesta
fue abrumadora, nuevamente esa precisión en las palabras. Y hoy, aunque no sea
un miembro de los más activos, puedo decir que me alegro de estar dentro de esa
habitación de comprensión y compañía, nada más, pero suficiente. No hay
patetismo, no hay sensiblería barata, no hay palabras estúpidas. No hay
personajes ni protagonistas. Hay historias y hay niños.
Una de las virtudes
de Emily Rapp es haber sabido definir a ese grupo. En uno de sus ensayos los
define como Dragon Parents; Papás y
Mamás dragones. Los dragones son medievales, inconvenientes, feroces,
peligrosos, hechizantes. Así es esta enfermedad. Emily escribe:
“La paternidad
tradicional supone de forma natural un futuro en el que los niños
sobreviven a los padres e idealmente tienen éxito en la vida, quizás con
logros espectaculares. “El himno de batalla de la madre tigre” de Amy Chua es
solo uno de tantos manuales para padres que tratan de guiar a sus hijos por ese
camino. Propone la idea de que una educación estricta, grandes cuidados e
inversiones harán de ellos personas felices, prósperas y exitosas.
Los padres de niños
con enfermedades terminales son algo completamente distinto. Nuestros objetivos
son simples y terribles: ayudar a nuestros hijos a vivir con las mínimas
molestias y la máxima dignidad. Nosotros no lanzaremos a nuestros hijos en
prometedores futuros; los veremos en tumbas demasiado tempranas. Nos
prepararemos para perderlos y después, trataremos de sobrevivir a lo imposible.
Esto requiere de una nueva ferocidad, una nueva forma de enfocarse, un nuevo
animal. Somos padres dragón: feroces, leales y amantes hasta el extremo, y
nuestra paternidad va en contra de toda la sabiduría tradicional.”
Un nuevo personaje
que desempeñar en mi vida. Madre dragón. Odio admitirlo, odio serlo, pero pocas
veces me sentí tan identificada con algo. Los papás dragón no tenemos
preocupaciones de futuro, de desarrollo, ni de (obviamente) salud. Solo tenemos
presente. Y en este presente se nos va la vida entera. Sólo nosotros podemos
entender el sentido oscuro y puro de este estado vital. Los demás tratan de
estar a tu lado, de comprender. A veces no pueden imaginar, en muchas ocasiones
no quieren. Quizás sea solo cuestión de un pequeño esfuerzo creativo. Es
incómodo incluso hacernos la simple pregunta de “¿cómo estás?” Ya he hecho el
experimento de contestarla francamente. “Mal”, le solté malhumorada hace
unos días a alguien, “me dieron el carnet de un club del que no pedí formar
parte”. Creo que no me entendió.
Y sin embargo ya
pertenezco y en cierto modo estoy agradecida de haber encontrado este grupo. Los papás dragón tienen mil formas de acompañarte. Te cuentan que
nuestros hijos tienen la posibilidad de vivir en un mundo perfecto, lleno de
amor, de hermanos que no pelean, de cosas ricas a todas horas (a pocos les
importa la comida saludable en este club), de mimos súper especiales y
dedicados. Se sienten bendecidos por la posibilidad de haber tenido todos esos
años junto a sus hijos, te machacan con la idea del carpe diem. Hoy está
contigo, vívela, llénate de recuerdos, disfrútala, que no te dé tiempo a sentir
tu dolor. Suena macabro, suena a excusas. Lo es ante ojos normales, no ante los
nuestros.
Hace varias semanas
descubrí que una familia de esta comunidad residía en Buenos Aires. Durante
varios días le di vueltas a la posibilidad de encontrarnos. Traté de hacer un
análisis minucioso de los pros y contras, pero mi falta de claridad era
absoluta y mis ganas totalmente viscerales. Pensaba en la experiencia virtual
con esas otras familias y me convencía de que no podía ser mala idea. Cuando
nos pusimos en contacto me abrumó la calidez de nuestra corta charla
telefónica. Nos encontramos en un café en las afueras de Buenos Aires una tarde
de sábado. Romina tiene dos hijos preciosos, morenos, de ojos profundos y
pestañas largas, ambos con Tay Sachs. Desde el primer momento conectamos. Durante
la primera hora de charla nos interrumpíamos constantemente ante el relato de
cada una con recurrentes “igual que yo – me pasó lo mismo – te entiendo
perfectamente”. Cuando atardecía me invitó a su casa y pasamos la tarde
tomando mate, no como si nos conociéramos hace tiempo, si no sabiendo que nuestras
experiencias vitales tendrán un denominador que nos unirá siempre. “Sé que ya
te vas a España y que quizás no nos veamos más - me dijo Romina al despedirnos
- pero aquí tienes una compañera de vida”. De vida. Desde luego.
Más tarde
conduciendo de regreso a casa me apabullaba la idea de nuestros personajes y nuestras historias. Isabel iba recostada en su sillita con la
mirada absorta en las luces de la autopista, sin el más mínimo amago de pretender dormirse, como si pensara en las mismas cosas
que yo, conectadas por ese cordón que nunca cortamos y que nos
sintoniza de forma automática todo el tiempo. Pensaba en las vidas distintas que
hemos llevado Romina y yo y en cómo este destino extraño nos ha cruzado en una
frecuencia perfectamente simétrica. En cómo dos personas tan distintas pueden
tener una historia tan parecida. Personajes e historias. Y cómo en definitiva
no somos tan distintas y hoy entiendo el mecanismo que lo determina: alguien de otra cultura, del
otro extremo del planeta, con otro estilo de vida, de ambiciones tan dispares, y
sin embargo tan iguales, tan humanas, tan condenadas.
De eso se trata la
vida, ¿no? De ser humanos, de superar nuestra historia, nuestra condena,
reinventarnos a pesar de ella o gracias a ella. Porque todos estamos
condenados de alguna forma, la vida es muerte, una no existe sin la otra, es la
forma natural de las cosas. Todos estamos condenados, la alegría y el dolor
existen por igual, en algún momento nuestro personaje fracasa, tiene que
atravesar el desierto durante cuarenta días y volver a la vida para sostener su
historia, para mejorarla, para mostrar su humanidad. Esta es la historia de
todos, la que nos iguala en algún momento; el error sería no saber aceptarlo.
Bea,te leo siempre q escribes...
ResponderEliminarInsisto...admirable
Comentaria cn mas frecuencia d la q lo he hecho,pero las palabras,mis palabras no sirven para nada,no hay consuelo.
M consta q t lee mucha mas gente d la q se pueda apreciar en los comentarios.
A veces por no saber elegir las palabras adecuadas o incluso por miedo a escribir algo q pueda malentenderse por el.desconocimiento d tu historia nos frenan a acercarnos mas a ti...
Te mando otro bso fuerte,muy fuerte
valiente!
Hola Bea,
ResponderEliminarDespués de muchos años he sabido de ti de forma fortuita y he visto el blog de Isabel. Quiero decirte que estoy tremendamente impactado por lo que he conocido y me gustaría decirte que lo siento en el alma y de verdad. Cuando he visto el nombre de la enfermedad, a pesar de haber estudiado medicina, me he sentido totalmente ignorante de ella, y he buscado información. No puedo ni imaginar el dolor de los padres, de tu marido y el tuyo, pero he querido escribirte, a pesar de que a lo mejor no sería lo más sensato, para decirte que os acompaño desde lo más profundo de mi ser. Disfruta al máximo de Isabel, que seguro que lo haces, y ya sabes, nos acompañamos en esta vida, unos a los otros, en un espacio-tiempo siempre limitado, pero que hay que sacar el máximo provecho de esto tan maravilloso que es la vida. La vida con tu hija es preciosa, como Isabel misma. Dale un beso de mi parte aunque no me conozca. Espero que no tomes a mal que me haya tomado esta pequeña confianza de escribirte. Lo hago de todo corazón. Un beso
Jesus