“Es, ya lo sé, el
amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror
de vivir en lo sucesivo.”
Jorge Luis Borges. El
amenazado.
Empezaba a llover fuerte cuando recobré algo de lucidez. Me
dolían las manos de golpearlas contra el coche. Y de repente me di cuenta de
que no sabía hacia donde corría. Estaba muy oscuro, noche casi cerrada, aunque
no serían ni siquiera las ocho de la tarde. Me di la vuelta y cuando vi que
estaba lo suficientemente lejos del coche como para que alguien se estrellara
contra la puerta del conductor que había dejado abierta en esa calle oscura y
sin iluminación, decidí volver y tratar de pensar con claridad.
Tendría que estar en el supermercado haciendo compras para casa. Era un lunes frío de principios de agosto en Buenos Aires. El cielo había estado todo el día gris, como queriendo llover. Tuve uno de esos días de trabajo que inspiran como para romper con todo y empezar a buscar algo nuevo. Pero en cuanto salí de la oficina y me dirigí hacia casa desconecté de todo, como me pasaba desde hacía tiempo al salir del trabajo.
Al llegar a casa me encontré a Martín preocupado. Isabel no
había tenido un buen día y había tenido que ir antes de tiempo a buscarla al
jardín. Ya en casa empezaba a subirle la fiebre, tenía los ojos vidriosos y la
mirada cansada. Entonces decidimos que iría yo sola al supermercado y él se
quedaría cuidando de ella. De todas formas el día se presentaba feo para dar un
paseo o salir a tomar un café, así que sería un trámite rápido. Cuando subí a
cambiarme a mi dormitorio recordé que ese día estaban listos los resultados de
un análisis de Isabel, uno de tantos. Un minuto después, antes de terminar de
cambiarme de ropa, sonó la alerta en mi móvil que me recordaba que tenía que
pasar por el laboratorio a buscar esos resultados. Comprobé que el resguardo
estaba en mi agenda, así que la puse en mi bolso y me dispuse a salir, mientras
pensaba que no me daba tiempo a ir al supermercado y al laboratorio; tenía que
elegir, y “evidentemente” el supermercado era más urgente.
Cuando le consulté a Martín me dijo lo mismo que pensaba yo.
“Otro resultado más que dará que todos los valores son normales, vete al
supermercado mejor que esta niña necesita una buena sopa casera”. Sí, le contesté,
pienso lo mismo, mañana tendré tiempo de ir al laboratorio.
Cinco minutos después me “equivocaba” de dirección. Doblé
hacia la izquierda en vez de tomar el camino de la derecha y acabé en el
laboratorio, presentándole el resguardo a una estiradísima recepcionista que me
entregó un sobre después de rebuscar en una caja llena de sobres iguales. Le
sonreí a modo de agradecimiento pensando que no se merecía mi sonrisa
por antipática y miré el contenido del informe sin leerlo, mientras salía de
allí. El coche estaba aparcado justo enfrente de la entrada principal del
laboratorio y una vez sentada me vino a la cabeza la imagen que había podido
entrever en el sobre. Lo abrí de nuevo y ahí estaba. Me di cuenta de que me
temblaban las manos. No era como todos los resultados anteriores que ya había
recogido en ese laboratorio (el único en Buenos Aires de especialidades
neuro-metabólicas). Adjuntaba una carta junto a los habituales informes llenos
de valores a los que tanto me había habituado ya y que podía entender casi sin
ayuda. Me salté la carta y me fui directa a leer una frase que aparecía al lado
de uno de los valores: Enf. de Tay-Sachs/Enf. Sandhoff. No leí nada más. No
entendí que era eso. Simplemente me quedé en estado de shock.
Inmediatamente llamé al neurólogo de Isabel y le expliqué
que me parecía que me habían entregado algo importante, que quizás tenía el
diagnóstico que llevábamos meses buscando en mis manos. Me pidió que leyera la
carta que adjuntaban los informes y así fue como esa frase se grabó en mi
cabeza: “El perfil bioquímico hallado es
similar al descrito en gangliosidosis GM2 tipo B1 (enfermedad de Tay Sachs
variante B1).” “Vuelve al laboratorio Beatriz, diles que quieres hablar con
la directora, mientras tanto yo la llamo para consultarle unos valores, y
después de nuestra conversación ella te recibirá. Cuando termines con ella me
vuelves a llamar.”
Sin entender nada aún bajé del coche y volví al laboratorio.
La estirada recepcionista pareció aburrirse al volver a verme y con una falsa
sonrisa me preguntó si me podía ayudar. “Necesito ver a la doctora, por favor,
creo que es urgente”. “¿Pero entonces es urgente o no?”, me contestó con su
antipatía habitual. “Sí, es urgente, por favor”. Y en ese preciso momento me dí
cuenta de que casi no podía hablar, se me había secado la garganta. ¿Cómo era
posible que me entregaran un resultado que tenía alguna pista sobre lo que
estaba pasando con Isabel de esa forma? Bueno, no pasaba nada, seguramente no
era nada complicado. Y con esa idea me senté y volví a sacar el informe de mi
bolso, esta vez con el propósito de estudiármelo hasta entenderlo antes de
volver a hablar con nadie.
Hexosaminidasa total. Método fluorométrico. Valores hallados
y valores de referencia. Todo parecía estar en orden, todo dentro de los
valores normales. Sin embargo había uno solo, que se repetía, primero daba
bien, y al hacerlo desagregado daba un valor muy bajo. En mi cabeza empecé a
repasar todos los resultados fuera de rango de los análisis que le habíamos ido
haciendo a Isabel en los últimos 10 meses, tratando de recordar las
explicaciones de los médicos de porqué no eran preocupantes. ¿Por qué tendría
que serlo este? Porque había una carta adjunta, pensé. Volví a leerla, sonó mi
teléfono móvil. Era el neurólogo de nuevo, no conseguía comunicarse con la
doctora, me pedía que le dijese a su secretaria que lo llamara ella a su móvil.
Cuando me dirigí a la secretaria me contestó: “Discúlpame, la doctora está muy
ocupada, se va al exterior mañana y no sabe si podrá atenderte”. “Le ruego por
favor le de este número, es el neurólogo de mi hija, se conocen, es urgente”.
Cuando vi que me rebatía con un pero estallé en llanto y en un grito le dije: “¿Usted
no se da cuenta que trata con madres de niños enfermos? ¿No se acuerda de mí,
de cuántas veces he venido a lo largo de este año a pinchar aquí a mi hija? Y
hoy me entregan un diagnóstico encerrado en un sobre y sin ninguna explicación?
¿Así es como tratan a sus pacientes? Le pido que le pase esa llamada YA a la
doctora, o tendré que entrar en su despacho y pasársela desde mi móvil yo misma!!!”
No hubo más discusiones ni miradas antipáticas. Una
enfermera salió de algún lugar y me dio un vaso de agua. Me senté temblando, gimoteando
sin llorar, y volví a sacar el informe de mi bolso con el propósito de
entenderlo esta vez. De repente me cruzó de nuevo por la cabeza la idea de que
quizás no sería nada importante, de que estaba demasiado nerviosa sin motivo.
Volví a los números, a los valores de Isabel, me quedé mirando la única línea
discordante de todo el informe…. Hexosaminidasa A en suero, valor hallado 4,3,
valores de referencia 60 - 200. 0 – 10 Enf. Tay-Sachs/Enf. Sandhoff. “¿Qué
significa esto? ¿Porqué nunca se me ocurrió estudiar medicina? ¿Qué tienes
chiquita mía, es solo una fiebre… te vas a recuperar, vas a seguir yendo a
fisioterapia y vamos a conseguir que vuelvas a caminar sin férulas ortopédicas,
vas a volver a correr y a cantar como antes, es solo una fiebre…..”
“Beatriz, discúlpame”. La voz sonó firme detrás de mí. “No
te he llamado porque como Isabel no es mi paciente prefiría hablar con su
neurólogo, pero estuve durante el fin de semana tratando de localizarlo sin
éxito. Por fin hemos podido hablar. Me ha pedido que lo llames”. No supe qué
decir, qué preguntarle a aquella desconocida que parecía saber más que yo sobre
Isabel. Siguió hablando, me dio su tarjeta, me explicó que se iba a un congreso
al exterior, pero que estaba disponible si quería llamarla para resolver
cualquier duda, incluso para examinar a Isabel cuando volviera. “Lo que
necesites”. Y esa fue la última vez que fui a ese laboratorio. Ya tenía lo que
buscaba, fin de la historia. “Adiós recepcionista siempre antipática, espero
que te sientas un poquito mal por como me has tratado, yo no me arrepiento de
haberte gritado.” Y la puerta se cerró tras de mí.
Empezaba a llover, garuaba finito como dicen en Buenos
Aires. Ya en el coche marqué el número del neurólogo de nuevo. Su voz sonaba
acelerada. “Necesitaba comprobar unos valores con el laboratorio, pero
efectivamente lo tenemos, tenemos el diagnóstico de Isabel, es una buena
noticia”.
“¿Es una buena noticia?” pensé. Y en ese momento me convencí
de que sí, por fin teníamos un diagnóstico y eso nos permitiría acceder a un
pronóstico y a un tratamiento y a muchas explicaciones. Recordé como fue el mes
de julio que acababa de terminar. La mayoría de los meses de julio de mi vida
han transcurrido cerca de la playa, en Almería, pasando calor, pensando en
vacaciones. Incluso desde que vivía en Buenos Aires, siempre conseguía
escaparme, si no era julio era agosto. Varias semanas en la playa, en casa con
mi familia, con mis amigos, volviendo recargada para el resto del año, como nueva. Sin embargo
este último mes había sido uno de los más angustiosos de mi vida. En una de las
últimas consultas el neurólogo nos había dicho que nos estábamos encaminando a
no hallar un diagnóstico. Faltaban todavía algunos resultados que le habíamos
hecho en el último viaje de urgencia a España, durante una hospitalización en
Sevilla de casi dos semanas, en la que el equipo de neurología del
hospital le había hecho todas las pruebas imaginables. Pero los resultados iban
llegando escalonadamente y hasta ahora todo daba normal.
En aquella consulta me desesperé; ¿cómo era posible que
llegáramos a quedarnos sin saber qué estaba pasando con Isabel? Y recordé una
consulta con la genetista en la que nos explicó que periódicamente aparecen
nuevos síndromes que se van registrando a nivel internacional de casos
singulares, niños con enfermedades extremadamente raras y que había una
posibilidad de que nosotros estuviéramos navegando en esas aguas. Eso nos
podría condenar a una vida de permanente observación sobre Isabel hasta que un
día descubriéramos que coincidía con algo ya descrito. O no. Durante semanas se
me venía a la imaginación la idea de que mi hija apareciera en el futuro en los
libros de medicina sobre enfermedades raras, algo así como “el Síndrome de
Isabel Rodríguez”, o quizás no, quizás lo registrarían con el nombre de su
neurólogo y su genetista.
“Obsérvala de cerca, cuéntame cualquier cosa o cambio que
veas, por tonto que te parezca”, me había dicho el médico. Y así hice. Durante
semanas empezó a crecer una particular angustia dentro de mí. La incertidumbre.
No se parecía a nada que hubiera experimentado antes, era corrosiva y
avasalladora. Me hizo hacer cosas que nunca pensé que haría. Perdí durante esas
semanas, meses, gran parte de mi sentido de la practicidad, de mi sentido
común. Un día Isabel empezó a torcer las manos, pero siempre las torcía en la
misma posición. Y entonces acudí de nuevo a la consulta del neurólogo, que
observó muchas de las cosas sobre Isabel que yo le llevaba apuntadas en una
lista, pero sobre todo esa nueva postura de las manos. “Se llama mano
atetósica, y sí, es indicativo de algunas cosas, así que vamos a hacerle otros
análisis”. Seguimos hablando de más cosas, no me explicó que buscaba
exactamente en esos análisis y yo no se lo pregunté. Por aquella época
estábamos realmente atareados con Isabel. Probábamos un complejo vitamínico que
había que darle todos los días desde hacía un par de meses. Habían empezado los
trastornos en la deglución y después de varias pruebas había empezado a hacer
terapia con una especialista. Empezaba a mostrar secreciones constantes que resultaban imposibles de mitigar. El
invierno estaba siendo bastante crudo y los catarros frecuentes, cada tanto
tenía que faltar al trabajo porque necesitaba quedarme con ella, asegurarme de
que comía lo que necesitaba, de que la fiebre no le duraba mucho, de que las
nebulizaciones la estaban ayudando… Así que aquel análisis fue uno más de
tantos.
Mientras seguía sentada en el coche, el neurólogo continuaba
hablando por teléfono explicándome cómo se le había ocurrido desagregar la
hexosaminidasa y voilá, esa había
sido la clave. Entonces acerté a preguntarle si me podía explicar que era esa
enfermedad que había leído cien veces durante la última media hora en aquel
informe y que no lograba entender, y entonces su tono de voz cambió: “Es algo
muy serio Beatriz, necesito hablar con ustedes cara a cara, en el consultorio,
por favor, no me pida que se lo explique por teléfono, entiéndame. Mañana viajó
a Perú por la tarde, pero los espero a primera hora. Vengan sin Isabel”.
Así que ya tenía el diagnóstico, esa palabra que tanto había
pronunciado en el último año y medio. Diagnóstico. Mientras arrancaba el motor
miré de reojo y me di cuenta que los papeles estaban desparramados por el otro
asiento, mi bolso abierto, las cosas medio volcadas en el suelo. Temblé y pisando
el freno me puse a ordenar todo, a guardar los informes en su sobre, a recoger
mi bolso y las cosas del suelo. Y arranqué. Volví a parar porque decidí que el
teléfono debería tenerlo a mano, así que lo saqué del bolso y lo dejé al lado
de la palanca de cambios. Emprendí el camino a casa y me di cuenta de que me
temblaban las manos demasiado para conducir. Solo pensaba en llamar a mi casa,
a Almería. Mis padres deberían estar, si no estaba Carolina, mi hermana
pequeña, de vacaciones, alguien habría seguro. Tenía que localizar a mi madre,
ella era la única que podría explicarme. Volví a frenar, marqué el número y un
maldito sistema automático me contestó
que tenía restringidas las llamadas al exterior. Y fue ahí cuando entré en
pánico. Avancé unos metros con el coche. Volví a parar. TENÍA que hablar con mi
madre antes de volver junto a Martín e Isabel. No podía ser de otra manera. ¿Qué
les iba a decir? Mandé un mensaje, no recuerdo a quien, quizás a mi padre:
llamadme urgente, llamadme ya. Me quedé clavada mirando fijamente el teléfono,
como intentando provocar la llamada por telepatía. Entonces pensé que mi
mensaje nunca llegaría, necesitaba buscar un teléfono público, pero estaba muy
oscuro, parecía ser tarde, cada vez llovía más. Volví a avanzar con el coche y
de repente el teléfono sonó. Era mi padre.
“¿Todo bien?”, me dijo, “Pásame a Mamá, Papá necesito hablar
con Mamá, es urgente”, intenté que no se me quebrara la voz, “Sí, sí, está
aquí, tranquila, que ha pasado?”, “¡Pásame a Mamá!”, le contesté sin opción de
réplica. “Mamá, los resultados, los tengo. No iba a venir, pensé que no habría
nada, pero vine, y los tengo, y hablé con el neurólogo, nos espera mañana, pero
en realidad no me ha explicado nada, dice que mañana, pero tú me tienes que
explicar, no entiendo, dice que es grave”. La voz de mi madre sonó firme:
“Léeme lo que dice el informe”, y se lo recité, porque ya me lo sabía de
memoria. “Eso es una neurometabólica, me parece, pero Bea, yo soy hematólogo,
no lo tengo claro, tendría que consultarlo con alguien, o tendría que buscar,
me suena, pero no lo tengo claro”. Y creo que ahí empecé a llorar
desconsoladamente. “Mamá por favor ayúdame, necesito saberlo ya, ahora, antes
de volver a casa, estoy sola, es grave?” “No me suena nada bien, déjame que lo
mire, te paso a Caro mientras”. Pero yo ya estaba muy nerviosa. Le pedí a mi
madre que buscara bien qué era y que me volviera a llamar. Cuando colgué me
invadió una terrible angustia, casi claustrofobia. Volví a avanzar en dirección
a casa con el coche, no estaba lejos, y cuando volvió a sonar el teléfono no
paré, seguí conduciendo despacio por unos minutos.
No recuerdo bien el resto de la conversación. Recuerdo
detalles, pero no frases. Recuerdo la voz de mi madre cuando me explicaba que
era una enfermedad muy grave. Mi madre decidió no endulzármelo, creo que fue lo
mejor que pudo hacer. Fue directa, me dijo que era una de esas enfermedades muy
graves, que no tenían cura. Que Isabel no sobreviviría, que los niños solían
morir siendo niños. Dejé de conducir. La dimensión del coche empezó a cambiar abruptamente, el techo y las puertas se venían hacia mí, sin llegar nunca a
aplastarme, como en una película de ciencia ficción. En mi casa en Almería el
teléfono pasaba de uno a otro, mi padre y mi hermana se lo turnaban con mi
madre, me decían que me tranquilizara, que me fuera para casa, que encendiera
el skype y hablábamos tranquilos, viéndonos las caras. No sé cómo agarraba el
teléfono, porque recuerdo perfectamente que me agarraba la cabeza, el pelo,
como intentando arrancármelo. Mis manos golpeaban todo lo que tenía delante, el
volante, el salpicadero del coche, mis piernas, el vidrio de las ventanas. Creo
que poco a poco dejé de preguntar cosas para empezar a decir incoherencias. Mi
padre trataba de calmarme y yo le gritaba y le decía que me pasase a Mamá, que
necesitaba saber. Le pregunté si mi pequeña Bubita llegaría a ser una
adolescente hecha un vegetal en la cama, de repente me vi a mi misma como
adolescente y me aterró la idea de ver a Isabel sin vida, tirada en una cama sin
hablar ni ver ni escuchar durante años, mientras yo le cortaba las uñas y le arreglaba el
pelo hablándole sola durante horas. Mamá me contestó que no, me volvió a
explicar que se mueren siendo muy pequeñitos, que los síntomas seguramente
seguirían progresando tan rápido como lo habían hecho hasta ahora. Entonces
Carolina agarró el teléfono y me dijo que estaba conmigo, que estaba conmigo y
que no sabía que decirme, y entonces lloró y yo lloré más fuerte aún y empecé a
gritar “¡¡Mi bebé Caro, mi bebé se va a morir, como puede ser??!!” Oí un golpe,
el teléfono se le debió resbalar y chocó contra el suelo, mi padre lo recogió,
escuché su voz suave y tranquilizadora que me preguntaba dónde estaba, que
me tenía que ir para casa y se cortó la comunicación.
Abrí la puerta del coche y salí corriendo. No sabía hacia
donde iba pero por unos segundos correr con todas mis fuerzas tuvo sentido.
Entonces paré sintiendo que el corazón se me salía por la boca y que en
realidad no tenía fuerzas para nada. Me di la vuelta y vi que mi coche estaba
en mitad de la calle con la puerta abierta. Llovía. Sentí que el cielo se caía
sobre mí, sentí claustrofobia. Volví a entrar en el auto y seguí avanzando
hacia casa, despacio.
El teléfono volvió a sonar un poco antes de llegar al
garage. Paré y retomé la conversación con mi familia. Volvió el llanto, pero
también algo de coherencia. Todos pensábamos en Martín, en que tenía que
calmarme, llegar a casa, explicarle todo lo que había pasado. ¿Cómo iba a
hacerlo? No tenía fuerzas para hacerlo. ¿De dónde las iba a sacar? Mis padres
me propusieron encender el skype para contárselo entre todos. Rápidamente
descartamos esa idea. Finalmente me fui calmando, tenía que volver y hablar con
él. Yo les llamaría de nuevo más tarde.
Cuando entré al garage estacioné con cuidado el coche. Mis
manos temblaban, mi cuerpo entero temblaba. Hice más maniobras de las
necesarias para asegurarme que quedaba bien aparcado. Puse un pie sobre el
suelo, lo miré fijamente, me sentí con seguridad para poner el otro y miré
ambos. Cuando estuve segura de que no me iba a desmayar cogí mi bolso, el sobre
con el informe y cerré la puerta. Seguí caminando, mirándome los pies. No
entendía como podía hacerlo, como podía ser que no se abriese la tierra bajo
mis pasos. Al salir a la calle no sentí frío. Había un bar en la esquina antes
de doblar hacia casa, me parecía muy complicado pasar por delante, mezclarme
con la gente parada en la puerta, que me mirasen a la cara y no salieran
ardiendo. Me dio miedo que me mirasen a la cara, pero no apreté el paso. Sentía
pánico de enfrentar a Martín, con un diagnóstico por fin, terrible y
definitivo. Sentí de nuevo el cielo cayendo sobre mí, claustrofobia al aire
libre.
En el ascensor traté de arreglarme un poco. Cuando abrí la
puerta de la casa encontré todo como lo había dejado. Isabel estaba recostada
en su hamaquita con una manta que la cubría, parecía tener mejor semblante. Martín
estaba sentado a su lado, mirando la televisión, hojeando algo sobre la mesa.
Me miró y me preguntó si había comprado muchas cosas, a qué hora lo entregaban,
si había utilizado el descuento de mi tarjeta. Avancé hacia la mesa y dejé mis
cosas encima. Saqué el sobre del bolso. Lo volví a guardar, me dije que se lo
contaría yo, que no le iba a hacer pasar lo que yo había pasado sobre esos
números. Me dirigí hacia él. Estaba sentado en el sofá así que yo me senté
encima del baúl que hacía de mesa para quedar enfrente de él. Entonces miré a
Isabel, me levanté y le di un beso, la acaricié y la acerqué a la televisión.
Puse un programa de Mickey Mouse con el volumen relativamente alto para que se
sumergiera en él. Volví junto a Martín y me preguntó que pasaba. Me
senté delante de él, le agarré las manos, creo que el gesto se me torció. “No
fui al supermercado, fui a buscar los resultados de Isabel. Ya tenemos
diagnóstico”. Su cara se desfiguró, me dijo muchas cosas con la mirada en un
segundo, todas tristes, todas terribles. Entonces le expliqué. Le conté que
nuestra hijita estaba condenada, que todo empeoraría en poco tiempo. Y Martín
se desmoronó sobre mis brazos.
Pasamos la noche en vela, intentando dormir sin conseguirlo.
Las horas pasaban lentas en los números rojos del despertador eléctrico. A
ratos lloraba yo. A ratos lloraba Martín. Y por fin amaneció. Isabel seguía con
fiebre, se la notaba muy cansada, como si ella también hubiera soportado el
peso de la noticia. Esa tarde nos fuimos al despacho del neurólogo, sin nervios
por primera vez, sin espera impaciente. Nos sentíamos vendidos, condenados,
absolutamente desahuciados por la vida. La cara del médico lo decía todo,
cuando nos recibió su gesto era grave, pero enseguida empezó con explicaciones
médicas sobre porqué había sido tan difícil diagnosticar esta variante de esta
enfermedad, porqué Isabel no presentaba los síntomas clásicos. Era una variante
tardía, para la cual todas las terapias que llevábamos ya un año haciendo
sumaban en la mejora de la calidad de vida. Y entonces empezó a hablarnos de la
calidad de vida, de lo que estaba por venir, sin demasiada precisión, como
tratando de dosificar el golpe. Martín y yo escuchábamos anestesiados y no pude
reprimir la pregunta. “¿Hasta qué edad vivirá?” Silencio, y después su
respuesta, imprecisa, vaga, no se puede saber, depende de cada caso, esta es
una variante muy rara… “¿Pero usted que cree, o al menos, como es en el caso de
variantes menos raras?”. “No suelen pasar de los cinco, seis años”. Y ahí me
volví a desmoronar, volvió el llanto incontenible, las preguntas atropelladas
de qué podíamos hacer, qué tratamientos, qué lugar del mundo. Pero nada, solo
algunos experimentos aislados, nada que haya funcionado, nos dijo. Lo
importante es que teníamos un diagnóstico y con eso podríamos retomar nuestros
planes familiares. ¿Cómo?? Para el resto de la consulta decidí borrar esa pregunta de
mi cabeza, como si no la hubiera escuchado, ¿cómo podía alguien atreverse a
pensar que me importaba mi familia sin Isabel? Eso pensé, entre ofendida y derrotada. Y sin embargo durante un tiempo
después volvió a mi cabeza con esa sensación de ofensa y derrota cada vez que algún médico nos
explicaba que la enfermedad de Tay Sachs no tiene cura. Tantos avances en la
medicina, tanta ciencia y tecnología, y mi pobre hijita estaba en pleno siglo
XXI condenada por una enfermedad antigua, misteriosa y retorcida. Una de las peores bestias negras de la medicina, me dijeron en alguna ocasión.
Nos tomamos esa semana para quedarnos en casa hasta que
Isabel se recuperase de su fiebre, para estar los tres juntos, para plantearnos
una estrategia, un cambio de escenario, el futuro, por corto que este fuera.
Mis padres llamaban a todas horas. Al día siguiente juntamos fuerzas y nos
fuimos a ver a los padres de Martín. Fue el segundo ensayo de la fortaleza que debimos
mantener ante los demás para enfrentar las cosas tal y como eran. El primero me
había salido fatal con mi querida Bea, la mujer que llevaba tantos años
ayudándome con las cosas de casa, que había visto nacer a Isabel y que me
ayudaba a cuidarla; nos desmoronamos enseguida, apenas pude explicarle bien de
qué se trataba la enfermedad.
Sin embargo con la familia de Martín logramos mantenernos
calmados y explicarles toda la situación de la forma menos abrupta posible.
Toda esa semana estuvimos en el ostracismo, como encerrados, tratando de
hacernos a la idea de esta realidad nueva y terrible, tratando de aprender a
respirar de nuevo. La calle nos parecía feroz, el teléfono un enemigo. No
llamamos a nadie que no fueran nuestras familias, hasta que el fin de semana
nuestros amigos empezaron a llamarnos.
Durante los primeros diez días después del diagnóstico pensé
en todas mis amigas, sobre todo en mis amigas madres, en mis amigas de toda la
vida que tan lejos tenía en ese momento en España y en las amigas que tenía
tan cerca en Buenos Aires. Y también pensé en las que habían perdido a su
familia, a sus padres, las que habían pasado alguna enfermedad terrible,
abortos, embarazos o partos de alto riesgo. Moría por hablar con cada una de ellas, por
decirles que ahora entendía mejor algunas cosas. Pero no traté de comunicarme
con nadie, más bien estuve esquiva. Hasta que una de ellas me encontró por
teléfono y la llama de la noticia se prendió. Pasaron entonces unos días de
llamadas intensas que coincidieron con mi regreso al trabajo. Ambas cosas me
dejaron tan agotada que me costó recuperarme de tanta charla, en la que siempre
evité disfrazar la realidad. “Isabel tiene una enfermedad incurable, seguirá
degenerándose por un tiempo más, hasta que no pueda hacerse nada. Mientras
tanto, voy a encargarme de que sea la niña más feliz del planeta”. Esa era la
fórmula que repetía en conversación tras conversación, tratando de mantener
firme la voz, de contener el llanto atroz que vivía en mi garganta, fuese por
teléfono o en un restaurante. Era mi nueva realidad, estaba re-aprendiendo a
vivir.
Días después nos activamos, empezamos a buscar expertos en
el mundo, mi madre empezó a investigar entre sus colegas y bases de datos,
Martín movió algunos contactos, yo hice búsquedas incansables por la web.
Entonces encontramos el consorcio internacional de terapia génica para Tay
Sachs. Mi hermana Patricia contactó al maravilloso equipo del hospital
Cambridge, cogió el coche y se acercó a conocerlos, a hablarles de Isabel. La recibieron con los brazos abiertos y con una propuesta para ir
con Isabel en cuanto pudiéramos viajar (cosa que hicimos al mes siguiente).
No sé si encontramos esperanza, pero sí algo parecido, un
camino a seguir, contención, estrategia, ganas de dar pelea. Hice lo que
hacemos las personas: sacar a flote el instinto de supervivencia, guiarme por
él. Desde entonces Isabel me ha hecho pensar mucho, me hace pensar mucho, replantearme
cosas sí, pero sobre todo pensar en cómo es su vida, la vida tal y como es, la realidad de
las cosas: que la vida no existe sin la muerte, y la muerte, eso que tenemos tan
mitificado, tan apartado de nuestra cotidianeidad, es una parte natural de nuestro
día a día.
Pero ahora estoy lejos de seguir esta entrada por esas
reflexiones. Hoy no pienso darle cabida a ningún aniversario macabro. Escucho
reír a Isabel en el salón, está sentada en las rodillas de mi madre que le
canta canciones inventadas y se las mezcla con canciones antiguas. Y yo las voy a dejar que disfruten este rato juntas mientras me voy a correr una carrera para el desafío 10K de la
Fundación CATS. Aunque quizás no llegue ni a 5K, pero no importa. Correré, y
mis pasos serán firmes, y el suelo no se abrirá bajo mis pies, ni el cielo se
caerá sobre mi cabeza. Eso quedó en el pasado.
La contundencia de esta entrada me recordo cada charla, cada mirada desesperante, nerviosa, de ese año en el que la incertidumbre se habia apoderado de vos. Llore durante un largo rato, y volvi a admirarte... Es imposible comentar esto. Son esas lecturas vívidas en las que te quedas muda y a la vez te entrecruzar millones de comentarios, ideas, frases. Sin dudas, como bien decis vos, es la vida misma, pero de esas que solo pueden soportar los heroes de Campbell....
ResponderEliminarQué extraña es la cabeza.... que inmensa sabiduria se puede descubrir... Y Cami ya me lo dijo varias veces... Qué linda que es mi amiga Isabel mamá!!!
Te quiero Bea!!!! Acá sigo estando... cerquita!!!